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LA EDAD DE LA IGNORANCIA

LA EDAD DE LA IGNORANCIA

A veces, cuando me siento más ridículo, cuando analizo los motivos de la acción o el estado en que me encuentro, me gusta hacerme preguntas como ésta: ¿cuántos ciudadanos somos en el mundo que no tenemos la cabeza en nuestro sitio? ¿Alguien conoce el número exacto? ¿Alguien podría decirlo? Y nadie me responde porque la sala ya se encuentra a oscuras; y nadie me responde porque, mucho me temo, todos los que allí habitamos, ante las imágenes de la pantalla, nos encontramos ahora en la edad de la ignorancia. En la pantalla, Jean Marc-Leblanc y sus dos compañeros de trabajo fuman a escondidas: tienen prohibido hacerlo en un radio de un kilómetro alrededor de su puesto de trabajo. Estoy hablando ya de esta película, pero al recordar esta secuencia viajo hasta otra muy reciente: hay un momento en Joe Strummer: vida y muerte de un cantante, el documental de Julien Temple, en que Strummer, el cerebro de The Clash, casi al final de su vida, comenta que las obras de arte creadas por fumadores deberían de estar vedadas a los no fumadores. Aunque la vida de Jean Marc-Leblanc, ahora, en la pantalla, no es precisamente una obra de arte. Lo mejor que puede decirse de Jean-Marc Leblanc (Marc Labrèche), el protagonista de La edad de la ignorancia, el último film de Denys Arcand (El declive del imperio americano, Las invasiones bárbaras), es que no tiene la cabeza en su sitio. No, no es que esté loco del todo; aún no se trata de esto. Jean-Marc Leblanc es un hombre humillado por la vida, un don nadie, un hombre ridículo; un tipo que “disfruta” amargamente de todas las “ventajas” de la sociedad del bienestar y del consumo y que, mientras se va agotando, poco a poco, silencioso (ignorado por una mujer esclava del éxito profesional, por sus dos hijas, permanentemente conectadas a unos cascos), en ese indiscutible “paraíso”, no encuentra mejor consuelo que evaporarse en el sueño. Porque Jean-Marc Leblanc sueña, mientras duerme, con dulces y bellos sueños: sueña con ser una estrella de la literatura, de la política o del cine; pero, sobre todo, sueña con conquistar a mujeres de belleza extraordinaria, de otra galaxia; a mujeres como la actriz Diane Kruger. Mientras duerme, Leblanc sueña; pero Leblanc, además, sueña despierto. En su vida cotidiana, Jean-Marc es un hombre inexistente. Su trabajo es absurdo, dolorosamente absurdo. La Administración, en Québec, es un organismo vivo organizado como en las peores pesadillas de los magos surrealistas. La risoterapia se utiliza, en lamentos de apatía, como una terapia idiota para incentivar a los funcionarios. La filosofía oriental, para volverlos más extraños. Y la inmensidad del espacio que Leblanc debe abarcar hasta alcanzar su pequeño despacho (la inmensidad del tiempo en los trayectos, la inmensidad de la estructura arquitectónica) no es más una metáfora de la imposibilidad inútil de todos los espacios. La jefa de Leblanc es de una exactitud tiránica. “Trabaja como un negro”, comenta Leblanc sobre un compañero de trabajo, justificándose al ser amonestado; pero la palabra “negro” ha desaparecido por ley (políticamente incorrecto) de la cotidianeidad del diccionario; en su lugar debe usarse ¿enano? Y los ciudadanos acuden a Leblanc con casos de una sordidez patética: un catedrático divorciado, arruinado, en la calle, en busca de alojamiento; un paseante atropellado, que ha perdido las dos piernas al chocar contra una farola, y que debe pagar la farola al Ayuntamiento; una inmigrante desesperada, con su marido árabe detenido, sin causa justificada; otro profesor amenazado. Y Jean Marc-Leblanc, ante todo este espectáculo, no consigue mantener la cabeza en su sitio. Jean Marc-Leblanc sueña despierto.

Cuenta Sigmund Freud cómo, algunos años después de haber concluido La interpretación de los sueños, cayó en sus manos un ejemplar de Fantasías de un realista, el libro de Josef Popper-Lynkeus. Una de las narraciones que contenía este libro se llamaba “Soñar despierto” y esta narración llamó profundamente la atención de Freud. En efecto –escribió Freud-, describíase allí a un hombre que podía alabarse de no haber soñado nunca nada insensato. Sus sueños podían ser fantásticos, como los cuentos de hadas; pero no se hallaban en contradicción tal con el mundo de la vigilia, que se pudiera decir categóricamente que “fuesen imposibles o absurdos en sí mismos”. Trasladándolo a mi terminología, eso significaba que en este hombre no tenía lugar ninguna deformación onírica, y la razón aducida para explicar tal ausencia revelaba al mismo tiempo los motivos de su aparición. Popper confiere a su personaje una comprensión total de las razones de su peculiaridad, haciéndole decir: ‘En mis pensamientos, como en mis sentimientos, reinan el orden y la armonía; además, aquellos nunca luchan entre sí... Yo soy uno, indiviso; los otros están divididos, y sus dos partes -soñar y estar despierto- se hallan en guerra casi permanente’. Y luego; con respecto a la interpretación de los sueños: ‘No es, por cierto, cosa fácil; pero el propio soñante, con un poco de atención, casi siempre debería poder hacerlo. ¿Por qué, en general, no se tiene éxito en la interpretación? Pues porque en vosotros los sueños parecen contener siempre algo escondido, algo pecaminoso en una forma muy peculiar, cierta cualidad secreta de vuestra naturaleza que sería difícil expresar. He aquí por qué vuestros sueños parecen tan a menudo carentes de significado o aun absurdos. Pero, en el más profundo sentido, no es en modo alguno así; más aún: no es posible que sea así, pues el hombre es siempre el mismo, ya esté despierto o soñando’.

El hombre, ya esté despierto o soñando (o soñando despierto) es siempre el mismo. Cuando, al final de la película, Jean Marc-Leblancs
intenta rehacer su vida, intenta vencer sus miedos, e ingresa en el mundo de la Edad Media, en el símbolo o sueño de Denys Arcand en La edad de la ignorancia (“un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, las gestas de Lepanto y algunos afortunados libelos de los últimos años que podrían resumirse con el grito de ¡Socorro, los turcos!” –¡A Jerusalén!, en la película-, que añadiría Umberto Eco) para enfrentarse con el Príncipe Negro y luchar en el campo del honor por la mano de la Princesa, ya será muy tarde. El destino de Leblanc ya está escrito de antemano y, si abandona del todo sus sueños, si deja de soñar despierto, sólo le queda asumir su condición de hombre humillado. Al fondo, el mar se descompone acariciando rocas; la vida, o lo que queda de ella, encalla en el silencio; la soledad, después, se encargará del resto.

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